Ésta entrada, muy a mi pesar retrasada en su publicación, está titulada "Dos" y es la segunda parte del crecimiento y de la búsqueda de destino de nuestra joven samurái, y debía ir por delante de la titulada "Tres". No obstante, merecedora del lugar que le pertenece, aquí se encuentra, publicada. Se ruega así talmente seguir el orden preestablecido considerando las dos partes como formantes de un todo. Si alguien quiere agrupar las entradas, podra hacerlo haciendo click en su correspondiente etiqueta.
Voy paseando por un camino solitario,
disfruto del aire, del sol, de los
pájaros
y del placer de que mis pies me lleven
por donde ellos quieran.
A un costado del camino,
encuentro un esclavo durmiendo.
Me acerco y descubro que está soñando,
de sus palabras y gestos adivino...
sé lo que sueña:
El esclavo está soñando que es libre.
La expresión de su cara refleja paz y
serenidad.
Me pregunto...
¿Debo despertarlo y mostrarle que sólo
es un sueño,
y que sepa que sigue siendo un esclavo?
¿O debo dejarlo dormir todo el tiempo
que pueda,
disfrutando aunque sea en sueños,
de su realidad fantaseada? - El Sueño
del Esclavo (extraído de un libro de J. Bucay, parábola sobre el
dilema socrático del esclavo)
En
uno de sus múltiples peregrinajes en un estado de oscuridad
espiritual totalmente claustrofóbica, la joven samurái llegó al
cimo de una pequeña colina. El sol moribundo quemaba las puntas de
las nubes azulosas y las ramas desnudas de algún que otro árbol ya
viejo lloraban aquejumbradas al verse acorraladas contra las rocas de
los senderos. Olía a azufre y una ventisca tímida pero egocéntrica
conseguía colarse por entre el bosque poblado, siendo así tan
humana su presencia que conseguía acariciar los cuerpos de cualquier
peregrino noctámbulo. El aire del anochecer temía ya morir a pocos
minutos de que el crepúsculo diera su fin, enterado de que era tan
sólo un espacio de transición. El cimo de la colina era un pequeño
batiburrillo de belleza macabra. Había cuatro pequeños arbustos que
parecían acechar a cualquier visitante, oscuros y tímidos, y un
árbol delgado y alto que, solemne y altivo, se cernía sobre el
candor de tal círculo. El suelo, a veces poblado por un poco de
hierba, era cruel y engañoso y escondía polvo, sudor, un poco de
sangre y rocas afiladas y puntiagudas. De la pequeña maleza surgió
un cuerpo añejo y debilitado. Un rictus agudo de
confianza y misterio se escondía detrás de unos mechones plateados,
el poco sol que quedaba iluminó unos ojos fríos y grises y un
yukata medio raído de tonos marrones.
-Cuando
subo aquí y veo la cuidadela desde tan alto, me parece que los
problemas de los demás seres humanos son insignificantes. El honor,
la batalla, el poder, el dominio, siempre han sido mis prioridades.-
dijo la joven, sin dejar de mirar al frente, aunque algo recelosa del
cuerpecillo de la anciana. Escuchó el crujido de la arena a cada
paso de la extraña.- Cuando bajo veo cosas muy diferentes. Hay gente
que muere de hambre. En cambio yo, que empuño mi arma con seguridad
y me doblego bajo un peso moral demasiado voluminoso para cualquiera
de ellos, ennegrezco a cada mirada de tristeza y desolación que veo.
¿Hay esperanza para cualquiera de ellos?
-Si
la hay para ti, tiene que haberla para cualquiera de ellos. – dijo
la anciana contundentemente. La joven se giró como impulsada por la
brisa perversa y abrió los ojos un poco más.- Son malos tiempos
para el amor-empezó a recitar- si lanzas una piedra, declaras una
guerra. Si emites una mirada, avivas la llamarada del odio. Pero, si
puedes ver belleza en ésta colina desgastada y no sólo es un
mirador que hace que tu mirada surque las profundidades, si no las
alturas de los cielos, habrás sentido como es cuando te das el
tiempo de crecer un poco más.
La
joven de gesto duro y adusto se encontraba ahora petrificada, pues
aquella sabia reflexión filosófica no había hecho sino que
perpetrar un vaticinio en los cimientos más duros de su corazón
joven y audaz. Se enervó y se llenó de ira nauseabunda, aunque
tranquila, y siguió observando a su interlocutora, que ya había
sacado un Mala de la manga de su Yukata roído de color marrón.
-Vieja,
déjame morir. Vieja del Demonio.-Espetó cruelmente con los ojos
fijos de dolor, con el líquido seco, con la polvareda de los caminos
agrediendo su tez contínuamente. Una amarga lágrima cobarde y
furiosa caminó desde su lagrimal izquierdo hacia el rictus de su
amarga tristeza por toda la mejilla. Un rayo atravesó la bóveda
gris que era el cielo lleno de nubes e iluminó la oscuridad de
aquella habitación cerrada a cal y canto con el cerrojo del vacío y
la desesperación dónde se encontraban ellas dos y el kimono de la
joven samurái cayó y mostró un cuerpo semidesnudo y demasiado
delgado,envueltos sólo los dos hombros en protecciones de acero, y
la cintura reforzada con vendajes ya viejos y amarillentos. Dos
hombres invisibles al ojo del iluso la mantenían sujeta cada uno por
un brazo, y la justicia se abrió paso.
La
vieja levantó la mirada y siguió hablando en un tono sereno y
contundente de verdad amarga, y le preguntó:
-Y
dime ¿qué es de tu linaje, y cómo pasaste a llevar tal título de
luchador honroso?
-A
mí me encontraron vagando por las costas grises de una ciudad
abandonada y llena de cadáveres a causa de una epidemia. Llevaba una
espada en mi mano y las piernas cubiertas de sangre, y miraba hacia
los muros de la ciudad con el rostro lleno de lágrimas.
-Maldita
tú, maldita eres, pues pisoteas el linaje que tan humanamente te fue
concedido con ambiciones propias de los dioses antropomorfos que
miran con altanería a las pobres personas que caminan sobre dos pies
con su misma forma.
La
joven samurái soltó su melena rojiza al viento, y frunció el ceño.
Y el viento siguió rugiendo y volando y cada suspiro de él me traía
tu aliento al recuerdo.
-Eres
maldita, pues eres la que lucha y la que sigue amando, maldita tú
eres, pues tu vientre forjó alguna vez la espada que nunca se separa
de tu cintô, y maldita eres porque te desprendiste alguna vez de tu
honor y de tu humildad. ¿Así pagas la misericordia de los grandes
que un día te recogieron estando tú llorosa y tu alma de pecador en
ruinas? Maldita tú eres.- repitió la anciana, como si rezara una
oración oscura, como si de un mantra se tratara.
-Sí.
Maldita soy, por amar a la vez que lucho, maldita soy, por las veces
que he entregado a la oscuridad mi pobre alma, que en éstos
momentos, ennegrecida y meditabunda se entrega a ésta desolada y
yerma colina. Maldita soy, porque me entrego a lo yermo siendo un
vientre lleno de vida, maldita soy porque empuño una espada sin
aceptar la pérdida. Maldita. – la joven samurái dejó de fruncir
el ceño y adoptó un aire propio de la humildad. Los vendajes
cayeron de su cintura y ésta se vió colmada de heridas y
cardenales. Las armaduras cedieron de sobre sus hombros, se arquearon
los placeres, la vanidad se vió derrotada. Un halo de melancolía se
posó sobre sus ojos.
-He
caminado sobre éste mundo los años que me diste, me habías dado
iris que cambiaron de color con las estaciones y unos labios
lujuriosos con que hablar de la realidad, de los placeres, de las
amarguras, de los dolores. Veo la pobreza pero no puedo luchar contra
ella, y siento la sangre, ansiosa mezcla de oro y rojo, royendo y
corriendo velozmente por mis venas. Por mis venas corre la sangre de
un traidor, por mi mente corre el vacío ardor del remordimiento. Así
que ahora te entrego ésta espada de hoja oxidada y de filo sin
afilar, que ya no refleja sino éste cielo inmensamente gris, y no
vuelvas a pedir de mis peregrinajes, de mis altas miradas, de mi
corazón triste y rencoroso por haber accedido a recoger al mediocre
alguna vez, porque tal como él yo soy, y tal como él moriré de
envenenamiento algún día.- Otro rayo iluminó la pequeña colina y
más al lado, medio cobijado junto a unos arbustos, se descubrió a
un hombre de pies sucios lleno de heridas, abrazándose a sí mismo
al son de una pequeña oración que entonaba:
-Soy
libre, soy libre, soy libre, soy libre.-Entonces la joven comprendió
que estaba soñando, y desdeñó su encuentro con la anciana para ir
a sostenerle entre sus flácidos aunque jóvenes brazos y
despertarle.
-No,
no eres libre, y ahora despertarás de éste sueño maldito al que tu
existencia te ha condenado. Eres un esclavo de tus espíritus más
viles, y ahora ven conmigo, y podremos hacerles frente. Yo te daré
asilo, y comeremos lo poco que comías antes de caer en la pobreza.
Yo miraré dentro de ti, y veré mi alma en la tuya, y entonces
seremos libres. –El pobre pordiosero cayó en la misma ruina al
momento, rompió a llorar y la empredió a golpes contra la pobre
joven, que aguantaba con una mirada solemne de compasión y empatía
con la tristeza que azotaba tan fuerte como el viento.
La
anciana de cabellos plateados se giró a mirar, y entonces recogió
la espada del suelo, y miró a los ojos ya humanos de color terroso
de la joven, y las lágrimas habían ya roto los diques de la presa
del espíritu y ya mojaban su tez tersa y blanquecina. Tomó el
kimono sucio del suelo y lo soltó sobre el cuerpecillo de la joven,
y entonces empezó a bajar la colina por su propio pie.
Escribís muy bien, estimada.
ResponderEliminarbuen blog, te sigo espero verte en el mio , saludos
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