lunes, abril 29, 2013


El Perfil

EL CIELO arde. El cielo arde, ésa es la verdad. Una verdad única e inamovible que se plasma en forma de una casa a oscuras, un salón a oscuras, una habitación a oscuras...a las doce de la mañana. Es una fotografía en el tiempo, una imagen congelada por la que se cuelan los segundos, los minutos y las horas, sólo tangibles a la vez que invisibles para una mente inquieta.

Veda se levanta de la cama, se arrastra hacia la cocina en busca de un café, enciende la música, mecla el café con la leche, lo calienta y vuelve a acompañarlo de un cigarrillo mal liado a causa de la jaqueca y la niebla matutina. Veda ejecuta el explorador, un poco más despierta, y va de su perfil en perfil, y luego ve sus fotos, y piensa si en ésta vida los encuentros son casuales o es lo que le gustaría pensar. Pero...un momento. Si los encuentros son casuales, si el principio de sincronicidad del que hablaba Jung es cierto, ¿han sido provocados por su necesidad? ¿Y qué trasfondo había en ésa necesidad? ¿La necesidad de lo que querría que fuera provocaba ésa lectura de los reencuentros? Ah, entonces la historia era otra. Cierra el explorador, vuelve a la música y deja de pensarlo más. Entonces recuerda otro principio útil en ésta vida: “Si la realidad se acomoda a lo que a tí más te gustaría, ¡desconfía de tus sentidos!” de Badwin. Sí, cierto, sólo se cree una mentira el más avezado a creerla, entra en ella hasta la cabeza y termina imbuído hasta las orejas. Encuentros, dice en voz alta. Se ríe en un tímido murmullo escéptico y mata el café en dos tragos. Encuentros y reencuentros. Acaba el cigarrillo en cuatro caladas más, cierra la tapa del portátil y entra en la ducha, reemplazando su andar de espectro por uno un poco más humano. Encuentros. Qué risa. El cielo fuera sigue derramando su ira divina y amarillenta encima del asfalto. La cabeza de Veda, coge la bifurcación de la derecha y sigue vomitando vida y sueños. 



lunes, agosto 06, 2012

Dos


Ésta entrada, muy a mi pesar retrasada en su publicación, está titulada "Dos" y es la segunda parte del crecimiento y de la búsqueda de destino de nuestra joven samurái, y debía ir por delante de la titulada "Tres". No obstante, merecedora del lugar que le pertenece, aquí se encuentra, publicada. Se ruega así talmente seguir el orden preestablecido considerando las dos partes como formantes de un todo. Si alguien quiere agrupar las entradas, podra hacerlo haciendo click en su correspondiente etiqueta. 


Voy paseando por un camino solitario,
disfruto del aire, del sol, de los pájaros
y del placer de que mis pies me lleven
por donde ellos quieran.
A un costado del camino,
encuentro un esclavo durmiendo.
Me acerco y descubro que está soñando,
de sus palabras y gestos adivino...
sé lo que sueña:
El esclavo está soñando que es libre.
La expresión de su cara refleja paz y serenidad.
Me pregunto...
¿Debo despertarlo y mostrarle que sólo es un sueño,
y que sepa que sigue siendo un esclavo?
¿O debo dejarlo dormir todo el tiempo que pueda,
disfrutando aunque sea en sueños,
de su realidad fantaseada? - El Sueño del Esclavo (extraído de un libro de J. Bucay, parábola sobre el dilema socrático del esclavo)  

En uno de sus múltiples peregrinajes en un estado de oscuridad espiritual totalmente claustrofóbica, la joven samurái llegó al cimo de una pequeña colina. El sol moribundo quemaba las puntas de las nubes azulosas y las ramas desnudas de algún que otro árbol ya viejo lloraban aquejumbradas al verse acorraladas contra las rocas de los senderos. Olía a azufre y una ventisca tímida pero egocéntrica conseguía colarse por entre el bosque poblado, siendo así tan humana su presencia que conseguía acariciar los cuerpos de cualquier peregrino noctámbulo. El aire del anochecer temía ya morir a pocos minutos de que el crepúsculo diera su fin, enterado de que era tan sólo un espacio de transición. El cimo de la colina era un pequeño batiburrillo de belleza macabra. Había cuatro pequeños arbustos que parecían acechar a cualquier visitante, oscuros y tímidos, y un árbol delgado y alto que, solemne y altivo, se cernía sobre el candor de tal círculo. El suelo, a veces poblado por un poco de hierba, era cruel y engañoso y escondía polvo, sudor, un poco de sangre y rocas afiladas y puntiagudas. De la pequeña maleza surgió un cuerpo añejo y debilitado. Un rictus agudo de confianza y misterio se escondía detrás de unos mechones plateados, el poco sol que quedaba iluminó unos ojos fríos y grises y un yukata medio raído de tonos marrones.

-Cuando subo aquí y veo la cuidadela desde tan alto, me parece que los problemas de los demás seres humanos son insignificantes. El honor, la batalla, el poder, el dominio, siempre han sido mis prioridades.- dijo la joven, sin dejar de mirar al frente, aunque algo recelosa del cuerpecillo de la anciana. Escuchó el crujido de la arena a cada paso de la extraña.- Cuando bajo veo cosas muy diferentes. Hay gente que muere de hambre. En cambio yo, que empuño mi arma con seguridad y me doblego bajo un peso moral demasiado voluminoso para cualquiera de ellos, ennegrezco a cada mirada de tristeza y desolación que veo. ¿Hay esperanza para cualquiera de ellos?

-Si la hay para ti, tiene que haberla para cualquiera de ellos. – dijo la anciana contundentemente. La joven se giró como impulsada por la brisa perversa y abrió los ojos un poco más.- Son malos tiempos para el amor-empezó a recitar- si lanzas una piedra, declaras una guerra. Si emites una mirada, avivas la llamarada del odio. Pero, si puedes ver belleza en ésta colina desgastada y no sólo es un mirador que hace que tu mirada surque las profundidades, si no las alturas de los cielos, habrás sentido como es cuando te das el tiempo de crecer un poco más.

La joven de gesto duro y adusto se encontraba ahora petrificada, pues aquella sabia reflexión filosófica no había hecho sino que perpetrar un vaticinio en los cimientos más duros de su corazón joven y audaz. Se enervó y se llenó de ira nauseabunda, aunque tranquila, y siguió observando a su interlocutora, que ya había sacado un Mala de la manga de su Yukata roído de color marrón.

-Vieja, déjame morir. Vieja del Demonio.-Espetó cruelmente con los ojos fijos de dolor, con el líquido seco, con la polvareda de los caminos agrediendo su tez contínuamente. Una amarga lágrima cobarde y furiosa caminó desde su lagrimal izquierdo hacia el rictus de su amarga tristeza por toda la mejilla. Un rayo atravesó la bóveda gris que era el cielo lleno de nubes e iluminó la oscuridad de aquella habitación cerrada a cal y canto con el cerrojo del vacío y la desesperación dónde se encontraban ellas dos y el kimono de la joven samurái cayó y mostró un cuerpo semidesnudo y demasiado delgado,envueltos sólo los dos hombros en protecciones de acero, y la cintura reforzada con vendajes ya viejos y amarillentos. Dos hombres invisibles al ojo del iluso la mantenían sujeta cada uno por un brazo, y la justicia se abrió paso.

La vieja levantó la mirada y siguió hablando en un tono sereno y contundente de verdad amarga, y le preguntó:

-Y dime ¿qué es de tu linaje, y cómo pasaste a llevar tal título de luchador honroso?

-A mí me encontraron vagando por las costas grises de una ciudad abandonada y llena de cadáveres a causa de una epidemia. Llevaba una espada en mi mano y las piernas cubiertas de sangre, y miraba hacia los muros de la ciudad con el rostro lleno de lágrimas.

-Maldita tú, maldita eres, pues pisoteas el linaje que tan humanamente te fue concedido con ambiciones propias de los dioses antropomorfos que miran con altanería a las pobres personas que caminan sobre dos pies con su misma forma.

La joven samurái soltó su melena rojiza al viento, y frunció el ceño. Y el viento siguió rugiendo y volando y cada suspiro de él me traía tu aliento al recuerdo.

-Eres maldita, pues eres la que lucha y la que sigue amando, maldita tú eres, pues tu vientre forjó alguna vez la espada que nunca se separa de tu cintô, y maldita eres porque te desprendiste alguna vez de tu honor y de tu humildad. ¿Así pagas la misericordia de los grandes que un día te recogieron estando tú llorosa y tu alma de pecador en ruinas? Maldita tú eres.- repitió la anciana, como si rezara una oración oscura, como si de un mantra se tratara.

-Sí. Maldita soy, por amar a la vez que lucho, maldita soy, por las veces que he entregado a la oscuridad mi pobre alma, que en éstos momentos, ennegrecida y meditabunda se entrega a ésta desolada y yerma colina. Maldita soy, porque me entrego a lo yermo siendo un vientre lleno de vida, maldita soy porque empuño una espada sin aceptar la pérdida. Maldita. – la joven samurái dejó de fruncir el ceño y adoptó un aire propio de la humildad. Los vendajes cayeron de su cintura y ésta se vió colmada de heridas y cardenales. Las armaduras cedieron de sobre sus hombros, se arquearon los placeres, la vanidad se vió derrotada. Un halo de melancolía se posó sobre sus ojos.

-He caminado sobre éste mundo los años que me diste, me habías dado iris que cambiaron de color con las estaciones y unos labios lujuriosos con que hablar de la realidad, de los placeres, de las amarguras, de los dolores. Veo la pobreza pero no puedo luchar contra ella, y siento la sangre, ansiosa mezcla de oro y rojo, royendo y corriendo velozmente por mis venas. Por mis venas corre la sangre de un traidor, por mi mente corre el vacío ardor del remordimiento. Así que ahora te entrego ésta espada de hoja oxidada y de filo sin afilar, que ya no refleja sino éste cielo inmensamente gris, y no vuelvas a pedir de mis peregrinajes, de mis altas miradas, de mi corazón triste y rencoroso por haber accedido a recoger al mediocre alguna vez, porque tal como él yo soy, y tal como él moriré de envenenamiento algún día.- Otro rayo iluminó la pequeña colina y más al lado, medio cobijado junto a unos arbustos, se descubrió a un hombre de pies sucios lleno de heridas, abrazándose a sí mismo al son de una pequeña oración que entonaba:

-Soy libre, soy libre, soy libre, soy libre.-Entonces la joven comprendió que estaba soñando, y desdeñó su encuentro con la anciana para ir a sostenerle entre sus flácidos aunque jóvenes brazos y despertarle.

-No, no eres libre, y ahora despertarás de éste sueño maldito al que tu existencia te ha condenado. Eres un esclavo de tus espíritus más viles, y ahora ven conmigo, y podremos hacerles frente. Yo te daré asilo, y comeremos lo poco que comías antes de caer en la pobreza. Yo miraré dentro de ti, y veré mi alma en la tuya, y entonces seremos libres. –El pobre pordiosero cayó en la misma ruina al momento, rompió a llorar y la empredió a golpes contra la pobre joven, que aguantaba con una mirada solemne de compasión y empatía con la tristeza que azotaba tan fuerte como el viento.

La anciana de cabellos plateados se giró a mirar, y entonces recogió la espada del suelo, y miró a los ojos ya humanos de color terroso de la joven, y las lágrimas habían ya roto los diques de la presa del espíritu y ya mojaban su tez tersa y blanquecina. Tomó el kimono sucio del suelo y lo soltó sobre el cuerpecillo de la joven, y entonces empezó a bajar la colina por su propio pie.




jueves, abril 26, 2012

Tres




A la orilla del río teñido de carmín por la tarde, la joven samurái reposaba. Yacía sobre sus rodillas y una brisa suave acariciaba su frente, rapado ya su largo pelo rojizo. Ya no había espada en su cinto, ya no había una seda suave sobre su blanco cuerpo. Respiró profundamente y se sintió mediocre. Expiró algo de polvo y se sintió efímera. Se reflejó sobre el agua, que corría ya como un torrente de sangre desde las colinas, y se sintió amada por sí misma. 

Ocurrió que metiendo las manos en las aguas rojizas fue a parar a ellas un pez de aspecto rollizo. Lo atrapó unos segundos, lo acarició, y lo dejó pasar. En menos de media hora, una grulla se posó a su lado, se agachó buscando algo de cobijo, y después de un rato alzó de nuevo el vuelo. La joven samurái pasó sobre las alas flotantes del animal su amorosa mirada. 
Al cabo de poco apareció un zorro, y se miraron a los ojos. Un Akita de cabellos anaranjado s se sentó a su lado, y ella puso una mano huesuda sobre su lomo. Pasadas unas horas el Akita partió. 

Entonces una campesina que lavaba su ropa en la orilla del mismo río, al anochecer, le dijo: 

-¡Mujer! ¿Qué haces aquí tantas horas sola?

-Estoy meditando. Estoy observando. Estoy sola. - El sol comenzaba ya a morir, y unas pocas estrellas holgazanas asomaban de entre las nubes blancas. -¿Le molesta acaso mi presencia? 

-De ninguna manera, pero dime...-titubeó al ver el viejo kimono roído de la joven-perdón, decidme, ¿qué hace alguien de vuestro linaje aquí en soledad, rodeada de tanta naturaleza, poniendo sus manos sobre tantos animales, sin poseer ninguno para su propia compañía? 

La joven samurái sonrió tranquilamente y la miró a los ojos. 

-Que la grulla siga su ruta no me enerva. Que el honor del Akita le lleve a escoger su propio rumbo no me enfurece. Que el pez remonte sus propias aguas...tampoco. Que el zorro se acerque y me olisquee y se vaya corriendo tampoco. Quizá lo que más le duela a ésta pobre de espíritu sea que, quizá, algún día, el Akita que se sentó a mi lado sea herido, o que el zorro sea cazado, o que bien el pez deje de remontar para apartarse a morir. Pero, decidme: ¿quizá algo o alguien de lo que hay aquí me pertenece, aunque pase por mi vida? ¿Debo querer perseguir lo que no es mío? Yo os contestaré, honorable señora: No. ¿No corre el agua sin rumbo? ¿No es la vida como un riachuelo? ¿No somos todos hijos de la vida que sigue su propio rumbo y nos cambia y nos moldea a su merced, haciéndonos más justos o injustos? No señora, nada me pertenece, nada ni nadie...ésto es así, y yo, algún día, moriré...y seré parte de ésta mi amada tierra, y no soy imprescindible, y mi libertad me pertenece a mí, como mi vida, mis latidos y mis instintos. 

El Sol acabó de ponerse. Las estrellas ya tiritaban. La buena campesina había recojido su ropa, se había ido, la había dejado en soledad con su propio discurso. Siguió mirando al riachuelo. Siguió mirando como las hojas muertas que caían de los cerezos eran arrastradas por la corriente. Sonrió con tranquilidad, y una lágrima tímida asomó a sus ojos almendrados.