martes, junio 21, 2011

Uno



Astorada, a lo lejos, la mujer samurái otea el horizonte. Más hacia al fondo, en la pared que une al sol y al mar en sagrado matrimonio, cadáveres de ráfagas luminosas saltan y chiporrotean nerviosas. Se puede ver un fondo, un tono anaranjado, un azul que se dispone en una persiana degradada y un día que empieza a morir. La brisa empieza a levantar molestamente los mechones rojizos que caen por su frente, sus uñas se clavan en sus codos enfundados por una tela sedosa y dorada y empieza a sentir que la puntiaguda roca del escarpado muelle natural castiga las plantas de sus pies desnudos. Más abajo,entre dos rocas vestidas de algas, un riachuelo de agua salada transcurre.

La sangre de sus piernas ya casi desnudadas por la tela andrajosa que antes las cubría en su totalidad se mezcla y profana el riachuelo antes puro y cristalino.

Baja la cabeza, lo observa durante unos segundos y dejando de fruncir el ceño se permite unas lágrimas, peores si cabe, que los sentimientos que se acumulan en su pecho sagrado. El pecho de un luchador es sagrado: en él se acumulan el valor, el honor, la valentía y mucho, mucho dolor. Si mira hacia atrás a lo que ha perdido, y a cuantos han quedado en el camino, a desagradecidos, a ineptos, a cobardes y a aquellos que la acompañaron durante un solo trazo de su largo sendero también ve en cada pequeña pérdida como un pequeño resquemor, una pequeña herida, que se va ensanchando a medida que pasan los años y los pensamientos, los sentimientos, que aunque fueran viajeros incansables y nómadas es como si hubieran encontrado el refugio perfecto en su adolorida memoria.

Es el duro camino de construirse a base de pérdidas y ganancias. Una pérdida por pequeña que sea siempre le duele. Una ganancia la colma de satisfacción. Pero hay pérdidas que no son tan pequeñas como prometían ser. El sudor no deja de cubrir su frente blanca y ancha y las lágrimas no dejan de brotar. Totalmente colmada de melancolía se deja vencer y se sienta sobre las piedras. Los ángulos puntiagudos la hieren todavía más en las piernas cansadas y ya heridas del combate, pero le da igual, porque es como si su cuerpo se acomodara en la melancolía de su alma y le pidiera descargar algo del peso que la posee.

Si observa en lo que se ha convertido, realmente, no hay más por qué preocuparse. Las pérdidas, las ganacias…tenían su significado. Sus ojos descansan mirando la paz del mar increíblemente serenado ahora. Lo mira con ironía y con resentimiento y le pregunta si es que esperaba a ése momento, si es que quería torturarla hasta el último momento para serenarse después. Hay un antes y un después de cada epidemia, como por ejemplo la que había arrasado el poblado días antes, y es que el durante nunca puede ser tranquilo. No es fácil no ser compasivo con los mediocres, con los cobardes, sobretodo cuando les amas de alguna manera ínfimamente intensa. Y, si gira su cabeza unos grados, es capaz de ver cómo se alzan los muros ensangrentados y la desoladora devastación que se quedan silenciosamente para llenarlo todo con su canto despiadado.


Despiadado. Maldita sí, la madre que te llevó en su vientre. Malditas sus entrañas, poseedora de la espada sagrada. Maldita tú, por tener corazón noble, por permitirte sentir y amar. Maldita tu sangre que se mezcla con la perfección de la naturaleza y la desvirga. Vuelve. Ahora vuelve a casa. Guarda tu corazón en silencio y no digas nada más. Porque si no, todos sabrían lo que habrías sido…de no haber sido. 



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